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ARGUMENTO
ESCENA DE APERTURA
En la oscuridad de la noche Genaro Sánchez (27) cava un hueco a orillas del río, cerca de él una vieja carretilla de donde sobresale el brazo de una mujer, el hombre acerca la carretilla al hoyo y arroja el cadáver
CAPÍTULO I
"A 200 KILÓMETROS DEL PASADO"
Herminia De La Cruz (25) despierta en su humilde apartamento en la ciudad, agarra una mochila que ya tenía preparada, viaja rumbo a La Galera (aldea ubicada al este del Darién), al llegar al puerto Yaviza debe tomar una piragua que la llevara 20K a lo largo del río Tuira, el mas caudaloso y largo en Panamá con 230 km el cual conecta a la mayoría de las comunidades , debido a la falta de carretera ocasionada por la zona selvática del Tapón de Darién, es el único lugar a lo largo de América donde se ve interrumpida la carretera Panamericana. La noche anterior recibió una llamada, su madre la Sra. María Moreno (70) le ha pedido que venga, porque su hermana Vielka De La Cruz (27) tiene una semana que no aparece y Genaro, esposo de Vielka ha dicho que ella se fue del pueblo y lo abandonó, lo que la Sra. María no cree.
Herminia con un aire de cansancio marcado por los años lejos de su hogar. Ojos claros, cabello castaño recogido apresuradamente. Aunque su rostro tiene la juventud de su edad, su mirada lleva las cicatrices de su distanciamiento emocional de la aldea y de su madre. Mientras navega por el río, un silencio inquietante la envuelve; nada parece haber cambiado. El entorno selvático, denso y abrumador, destila una fuerza primitiva que amenaza con consumir a quienes lo habitan, una locura silenciosa que parece filtrarse en el alma de aquellos que se atreven a atravesarlo.
Herminia desembarca en el improvisado puerto del pueblo, el sonido de las olas rompiendo contra la orilla van quedando atrás mientras avanza hacia su destino. Antes de llegar a la casa de su madre, hace una parada en la única tienda del lugar, buscando algo que aliviara el malestar que le dejó el largo viaje. Pero dentro de la tienda solo la recibe la mirada curiosa de una anciana, cuyo rostro refleja más desconcierto que bienvenida. La mujer, parece más interesada en soltar los chismes del día que en ofrecerle algo útil. Herminia, con una ligera sonrisa forzada, escucha la sorpresa que le causa la llegada de un extraño, mientras menciona, casi sin pensarlo, que su nieta siempre le había amenazado con marcharse del pueblo sin decir nada. "Parece que esta vez lo hizo", agrega con un tono que se mezcla entre el reproche y el asombro. Sin que Herminia lo note, desde la parte trasera de la tienda, Genaro observa en silencio. A través de la rendija de la ventana, llena unos garrafones de combustible, observando en silencio, como si el simple hecho de verla fuera parte de un destino que ya no puede evitar.
Genaro empuja una vieja carretilla, un pedazo de metal raspa contra la tierra con cada giro de las ruedas. Lleva tres garrafones pesados, la carga se siente más ligera cuando se concentra en el sonido monótono de la rueda. Las botas rotas parecen resistirse a cada paso, y sus ojos, cansados, apenas pueden distinguir el camino
De estatura mediana, físicamente delgado, su rostro marcado por una cicatriz en el labio superior, como si la vida misma le hubiera dejado una marca indeleble. Su cuerpo delgado y demacrado revela un desgaste profundo, no solo físico, sino mental, pues las pesadillas lo acechan cada noche, llevándose su descanso y su cordura.
A lo lejos, la figura de Magdaleno Bernal (57), conocido como Mencho, se ve dormitando sobre unos cartones. Flaco, desgarbado, su barba gris y enmarañada parece esconder más que un rostro envejecido. El ruido del trozo de metal de la carretilla lo despierta, sin saber por qué, siente un escalofrío al escuchar ese ruido. Fija su mirada sobre el hombre y ve que es Genaro. Algo le parece demasiado familiar, demasiado inquietante.
Al otro costado, más cerca de el río Genaro llega a su casa construida de madera, como la mayoría en el lugar. Unos niños que hacen travesuras cerca , al verle salen corriendo. Genaro estaciona la carretilla en el patio de tierra, algunas piedras enterradas casi en su totalidad, muestran sus puntas afiladas al sol, una de ellas marcada por un color rojo, muy parecido a el de la sangre seca. Genaro entra y camina lentamente por el pequeño corredor que tiene que pasar antes de llegar a la cocina, se detiene en frente de la habitación de su esposa, la puerta cruje suavemente bajo su peso. La cama está intacta, perfectamente hecha, pero los armarios vacíos parecen hablar de una ausencia mucho más profunda. El viento mueve las cortinas, como si la habitación respirara, Genaro hace un recorrido a través de la habitación con su mirada y sale de allí.
Desde la ventana de su casa, Genaro observa a Herminia acercarse y entrar en la casa de la señora María.
Herminia entra a la vieja choza, la Sra. María, su madre, acostada sobre un camastro, su condición de salud ha desmejorado desde que su hija Vielka desapareció.
La señora María, levanta la vista débilmente al escuchar el sonido de los pasos de Herminia. Sus ojos, vidriosos por la enfermedad, reflejan años de dolor y preocupación. 'Herminia, por favor…' La voz de su madre se quiebra. 'Vielka… algo no está bien. No me creo esa historia de que se fue por su cuenta. Tienes que ayudarme a encontrarla.'", así que le pide a Herminia que vaya a ver a Lucío Herrera un viejo amigo suyo.
Lucío Herrera, un hombre de edad avanzada con la mirada fija y profunda, conocido por su habilidad para leer las mentes o incluso los destinos, había sido un viejo amigo de la familia. Nadie en la aldea sabía realmente si era un brujo o simplemente un hombre con demasiados conocimientos oscuros. Herminia, escéptica de todo lo relacionado con la brujería, no sabe qué esperar al visitarlo, pero sabe que su madre lo confía y necesita respuestas, Así que decide ir a ver a Genaro para que le acompañe.
Genaro nota que Herminia, realmente, no pareciera muy preocupada por la desaparición de su hermana más bien por complacer a su madre, 'Genaro, por favor,' insiste Herminia, 'este viaje podría ayudarnos a entender qué le pasó a Vielka. Tal vez si lo dice él, las sospechas que tienen sobre tí se disipen.' Genaro suspira, y aunque se niega en un principio finalmente acepta.
CAPÍTULO II
SUSURROS EN EL VIENTO
Para llegar a la casa de Lucío Herrera desde La Galera, hay que recorrer más de 15 kilómetros hacia el noroeste, bordeando el Río Tuira. El viento es constante, y la densa selva, a través de él, parece susurrar secretos. Vielka observa a Genaro, esperando que al fin rompa el silencio, pero él sigue manejando la piragua en mutismo, perdido en sus pensamientos. Las visiones lo atormentan, como fantasmas que emergen del agua: una niña pidiendo auxilio, sus ojos llenos de miedo, las mismas imágenes que han invadido sus sueños noches tras noche.
Herminia lo saca de su trance cuando, a orillas del río, descubre a una niña cargando una bebé en brazos. Pide a Genaro que se orille, pero él se niega, desconfiado, convencido de que es solo un producto de su mente perturbada. Pero Herminia también la ve, y el miedo de Genaro se disuelve en la certeza de que es real. Aunque reacio, él accede a acercarse.
Cuando se acercan, el ambiente cambia. El aire se espesa y, como un presagio, algo en la selva se silencia. De repente, del espesor de la jungla, emergen hombres armados. Su presencia es feroz. Entre ellos, uno lleva un brazo herido, el antebrazo cortado en su totalidad. Genaro, con un movimiento rápido, introduce su mano en su pantalón y saca un arma. Herminia se sobresalta. Nunca había visto a Genaro con una pistola, nunca había imaginado que él, pudiera tener tal cosa. Su sorpresa es palpable, y sus ojos se abren como platos ante la imagen de él sosteniendo el arma. Antes de que Herminia pueda procesar la escena, los hombres les arrebatan la pistola, y en un abrir y cerrar de ojos, les roban la piragua. Ponen a bordo a los migrantes, que, al igual que la niña y la bebé, observan a Herminia y Genaro con una mezcla de piedad y resignación. Saben que el instinto de supervivencia no tiene compasión. En silencio, todos desaparecen en el horizonte, desvaneciéndose como si nunca hubieran estado allí.
Con la piragua perdida, Herminia y Genaro se adentran más en la selva, ya están lejos de la aldea. La vegetación se espesa, y el aire se vuelve más denso. En el corazón de este verde laberinto, se cruzan con un grupo de migrantes. Sus cuerpos, cubiertos por harapos, llevan el peso de días de hambre y desespero. Las madres, con ojos vacíos y lágrimas secas, buscan incansablemente a sus hijos, perdidos en algún rincón de la selva, tragados por su infinita oscuridad. Los hombres que les robaron la piragua, sin compasión, los abandonaron allí, dejándolos a merced de la jungla. Herminia se acerca a las madres, dispuestas a ayudarlas, a buscar, a no dejar que la memoria de los niños se pierda. Pero Genaro se mantiene apartado, su rostro imperturbable, como si los susurros en el viento lo hubieran arrastrado a otro lugar, a un recuerdo borroso. Sabía que nada podría hacer. Sabía que este sufrimiento, aunque ajeno, tenía algo que lo unía a él, como si todo fuera parte de un ciclo eterno, una escena que había vivido antes.
De repente, uno de los migrantes da un grito que rompe el tenue silencio. Al acercarse, descubren lo que parece ser el final de una búsqueda que jamás debió existir: uno de los padres, un hombre que había estado buscando a su hijo, ha colgado su cuerpo de un árbol. La selva, imperturbable, se hace testigo de otra tragedia más, como si este tipo de escenas formaran parte del paisaje, como si la muerte misma fuera un susurro más en sus raíces. Genaro observa, aún distante, mientras los migrantes, con rostros quebrados por la desesperación, intentan comprender la magnitud de lo que acaba de suceder. Pero en ese lugar, bajo el peso de la selva, las respuestas parecen estar tan lejos como los niños que nunca regresarán.
A lo lejos, la vieja casa de madera, que parece estar integrada en la selva misma.
Los perros han sentido su presencia. El aullido crece, resonando entre los árboles. Esos animales salvajes, fieles guardianes del viejo Lucío Herrera, cumplen su rol: advertir que algún extraño se acerca.
El anciano, casi ciego, usa un bastón para apoyarse al salir por la estrecha puerta de su choza. Aunque hace años que no veía a Herminia, la reconoce al instante y, sin decir más, les invita a pasar.
El interior de la casa está sumido en una penumbra inquietante, con antorchas que apenas iluminan las sombras que se cuelgan de las paredes. Cabezas de animales disecadas miran desde las alturas. Lucío, con movimientos lentos y calculados, abre una ventana, permitiendo que la luz solar entre en el espacio oscuro. Genaro se queda atrás, en silencio, mientras Herminia se acomoda en una vieja silla mecedora. El crujir de la madera al moverse parece resonar en la habitación.
Lucío no tarda en hablar, interrumpiendo el silencio con su voz rasposa, que suena como un susurro arrastrado por el viento: “Sé por qué están aquí”. Camina hasta una de las paredes, donde, entre objetos extraños y amuletos que cuelgan, toma una carabela de animal, sus dedos rozando el objeto con una familiaridad perturbadora. Regresa a su lugar frente a la ventana, donde la luz le baña completamente, dejando solo una silueta de él y sus ojos vidriosos. Sin mirar a nadie, añade, con un tono sombrío, como si estuviera hablando de algo mucho más grande que ellos: “Vielka se ha ido, dejando atrás al hombre con la mano mocha”. Genaro se tensa al escuchar esas palabras. La mención de "la mano mocha" lo sorprende. No esperaba esa revelación, y por un momento, su rostro se oscurece, reflejando una mezcla de incredulidad y miedo. La imagen de un hombre con una mano amputada, perdida en la selva, le resulta completamente desconcertante, pero familiar.
Lucío, imperturbable, lo observa fijamente, su mirada parece penetrar más allá de la carne, más allá de la oscuridad, donde se oculta el rostro de Genaro, como si pudiera leer el alma de quien tuviera enfrente, algo en su mirada, como si fuera capaz de ver los destinos de aquellos a quienes mira, descifrando sus miedos más profundos y sus secretos mejor guardados. Genaro, incómodo aún en la oscuridad, desvía la mirada y sale. No cree en estas supersticiones, lo sabía con certeza. Pero algo en esa revelación había tocado una fibra profunda dentro de él, algo que resonaba en lo más oscuro de su ser.
Al salir de la choza, Genaro se dirige hacia un viejo caballo atado en el patio. Se acerca tanto al oído del animal que parece intentar escuchar algún susurro en el interior.
Mientras tanto, a lo lejos, el viejo brujo y Vielka conversan en voz baja, observando a Genaro con miradas cargadas de sospecha, como si compartieran un secreto que no debía ser escuchado.
El anciano, sin más palabras, les da el viejo caballo para el regreso. La ruta es larga, atravesando una amplia planicie donde el viento azota con furia, ralentizando su avance. El aire se vuelve más frío, como si la selva misma estuviera cerrando sus puertas tras ellos. Al llegar cerca de las cataratas, donde varios afluentes se unen en un rugido ensordecedor, el caballo se detiene de golpe, como si una fuerza invisible lo hubiera frenado. Se resiste a avanzar, sus ojos desorbitados reflejan el terror. En ese preciso momento, un rugido profundo retumba entre los árboles. Un tigre, invisible entre las sombras, acecha desde la distancia. El corazón de Genaro late con fuerza, y una sensación de peligro extremo lo invade. Antes de que pueda reaccionar, el caballo, enloquecido, arranca a galopar desbocado, llevándolos consigo en una carrera sin control. En un parpadeo, ambos caen al suelo, rodando por la hierba mojada. Herminia, a merced de la bestia, está a solo unos metros de ser alcanzada por las garras del tigre. En ese instante, con una rapidez casi sobrenatural, Genaro la agarra de la muñeca, pero la presión del caballo desbocado los lanza por el acantilado. Caen, se sumergen en un charco profundo, y el agua los engulle. Cuando Genaro emerge, su mirada desesperada busca a Herminia. No la ve. Un pánico feroz lo inunda, pero con un esfuerzo sobrehumano, se sumerge nuevamente. Cuando sale, la ve: ella ha llegado a la orilla. Siempre fue buena saltando al charco, desde que eran niños.
Ya en la orilla, ambos miran hacia arriba, y la escena se vuelve aún más sombría: el tigre se devora al caballo. La bestia, en su acecho, ha reclamado lo que le pertenece mientras ellos quedan allí, mirando el espectáculo con una mezcla de incredulidad y horror.
El silencio se alarga entre ellos, y los recuerdos emergen con fuerza, como una corriente arrastrando todo a su paso. Recuerdan sus días de infancia, cuando jugaban en los campos y se sumergían en los ríos, con Vielka a su lado. Todo parecía diferente entonces. Pero hubo un día, un día oscuro cuando los acantilados se tragaron no solo a Vielka, sino también la inocencia que compartían. Desde ese momento, todo cambió. Algo diabólico se reflejaba en los ojos de su hermana. Algo que ninguno de ellos pudo comprender.
Herminia, sentada sobre una roca, dirige su mirada hacia Genaro, cuyo rostro está marcado por el dolor y la confusión. La pregunta surge, profunda como un susurro: "¿Dónde enterraste a Vielka?". Genaro la mira directamente a los ojos, y en ese instante, la respuesta no necesita palabras.
CAPÍTULO III
ALGO DIABÓLICO EN SUS OJOS
15 años antes...
Durante este periodo, un niño llamado Genaro llegó a la aldea, perdido de sus padres mientras cruzaban la selva del Darién. Fue acogido por la señora Benita, una mujer infértil de avanzada edad; pero que vio en Genaro una bendición traída por la selva misma.
Herminia y Vielka, hermanas, siempre fueron inseparables, y Genaro, el huérfano que el destino había traído a la aldea, pronto se unió a ellas y a los otros niños. Juntos, corrieron por los campos, se lanzaron a los ríos, sin temer al agua ni a las rocas que acechaban bajo la superficie. Genaro, se sintió extraño en la calidez de su nueva familia, pero era un consuelo que le brindaba la compañía de las hermanas. En especial, la relación con Vielka, la más frágil de las dos, era especial: no solo porque ella era quien más necesitaba protección, sino porque algo en su mirada, en su forma de ser, hacía que Genaro sintiera un deber ancestral de cuidarla.
Un día, mientras jugaban cerca de los límites del pueblo, Genaro, le hizo una promesa con la solemnidad de un juramento irrompible: "Te protegeré siempre, Vielka, no importa lo que venga." Y fue en ese momento, mientras sus pequeñas manos se entrelazaban con las de ella, y una sombra cruzó los ojos de Vielka. No fue tristeza ni miedo, sino algo mucho más inquietante, como si un eco lejano resonara en su interior, algo que ni ella misma comprendía. En el horizonte, la selva siempre estuvo ahí, como una presencia constante y callada, vigilante, esperando el momento adecuado.
Un mediodía…
El sol golpeaba con fuerza, cuando, entre risas y saltos, los niños jugaban a lanzarse al río desde el barranco, como si el agua pudiera borrar cualquier preocupación. Pero de entre esas travesuras, un incidente surgió de las sombras, un giro del destino que marcaría sus vidas para siempre, dejando una huella indeleble en el alma y rostro de Genaro.
En el jorón de una choza de barro y penca, Vielka, de diez años, despertó tras un largo y pesado sueño. Descendió apresuradamente por el tronco que le servía de escalera, mientras llamaba, en vano, a su madre y a su hermana. Las calles del pueblo yacían desiertas; nadie más que el viento paseaba por allí. Todos estaban en el centro, celebrando las festividades anuales, el eco distante de los tambores retumbaba en el aire caliente.
Vielka, parada en medio de la carretera, sintió una extraña urgencia, como si el mismo sonido de los tambores la llamara. Un impulso le llevó a correr hacia él, pero algo en el rincón de su vista la hizo voltear. En el camino, una figura sombría, como una sombra enmascarada, tras un árbol, la observaba fijamente, con una mirada que parecía atravesarla. No pudo evitarlo. Algo en esa presencia la atraía como un imán invisible. Sin pensarlo, sus pasos la condujeron hacia esa figura, que la llamaba con una fuerza casi sobrenatural. A pocos metros de la casa, donde comenzaba la vasta y peligrosa selva del Darién, esa región donde la vegetación parece tragarse todo a su paso, la niña dio un paso más hacia lo desconocido, acercándose a un destino incierto, guiada por una fuerza que ni ella comprendía.
Unas horas después…
La señora María Moreno (52) y su hija Herminia (10) acompañadas por el pequeño Genaro regresan a casa y notan la ausencia de Vielka. Desesperadas, comienzan a buscarla por todos lados, pidiendo ayuda a los vecinos. Durante tres días buscan sin descanso. El cuarto día, mientras están en el patio de su casa, ven venir a Vielka por el camino. Corren a su encuentro, Herminia siente una gran alegría al ver a su hermana regresar, pero algo en su interior la perturba. Hay una quietud extraña en Vielka, una actitud que no es propia de ella, como si algo o alguien más habitara dentro de su cuerpo.
Cinco años más tarde…
Una tarde, al ocaso, el sol ya casi se ponía cuando Herminia (15) fue enviada por su madre a buscar el hacha que su padre, Alcibíades De La Cruz (57), había dejado olvidada después de cortar leña. Mientras caminaba hacia las trancas del corral, encontró a su hermana junto a la sombra enmascarada tras de ella que la observaba con una mirada amenazante. Cuando Herminia regresó a casa, ya encontró a Vielka allí, en la casa, como si nada hubiera pasado. Pudo haber preguntado, pero no lo hizo. Había algo en su interior, un miedo inexplicable, un temor hacia ella o lo que fuera que viviera dentro de su ser. Algo que la llenaba de espanto.
Tres años mas tarde...
En una de las visitas de su tía, Herminia se va del pueblo a los 18 años lo hizo por temor a que algo malo le sucediera, decidió ir a la ciudad, esa tarde cuando partió en el puerto de embarque, una sonrisa se dibujó en el rostro de Vielka mientras abrazaba a Genaro quien más tarde se convertiría en su esposo, era eso mismo por lo que se alejaba, algo diabólico en sus ojos, que no sabía cómo explicar.
Algunos años mas tarde...
Una noche, Genaro despertó y vio a Vielka en el patio, sola, mirando hacia la selva, como si algo dentro la llamara, Genaro la agarró del brazo y la llevó a la cama. A través del tiempo Genaro iba viendo el cambio en el comportamiento de su esposa, se notaba mas distante como si una penumbra que se podía sentir, invadiera su aura ,sin imaginar que todo lo llevaría a esa noche siniestra.
CAPÍTULO IV
ESA NOCHE SINIESTRA
Una semana antes de la llegada de Herminia...
Genaro desembarca en el improvisado puerto, de la Galera, cambia pesados garrafones de combustible de la piragua a la vieja carretilla, se dirige a su casa.
Al llegar deja la carretilla en el patio, al descargar los garrafones, algo llama su atención. Una pieza de metal se ha desprendido de la rueda, probablemente por el peso. Pero eso no es lo que realmente le perturba. A lo lejos, ve a Vielka adentrarse en la selva sin decir palabra. Algo en su figura, solitaria entre la espesura, le parece extraño. Decide seguirla.
Dentro de la selva un grupo de migrantes caminan a través de la trocha, un niño se ha apartado del grupo quedando atrás, perdido, distraído, por el volar de las mariposas que juegan entre los rayos del sol, que penetran los copos de los árboles., el agua estancada en las hojas sobre el suelo ascienda en forma de vapor y provoca una cortina casi blanca alrededor. A lo lejos, Vielka observa con una mirada fija y maliciosa, su rostro casi oculto por las largas hebras de su cabello negro, que caen como una cortina oscura sobre su cara, dejando apenas visibles sus ojos vacíos.
Algunos instantes después...
En medio del bosque Vielka carga en sus hombros un bulto envuelto y amarrado por una cuerda, En medio de los silenciosos ruidos del bosque se siente observada, es como si los ojos y oídos de la selva estuvieran a su servicio, acelera sus pasos que se transforman en correr dejando atrás las hojas secas que levanta, mientras que con rostro atónito Genaro la ve a la distancia, como si de un sueño se tratase, tras un momento corre, intenta alcanzarla sin poder gritar, como si el aire espeso de su entorno hubieran entrado en forma de nudo a su garganta.
El rastro de Vielka lo lleva hasta una vieja cabaña, oculta en lo alto de un barranco, aislada de todo. Genaro, tembloroso, se acerca sigilosamente. A través de una grieta en la pared, sus ojos alcanzan a ver una escena que congela su sangre. Vielka, con movimientos lentos y precisos, como si de un ritual se tratase, desata el bulto que llevaba. Un niño yace ahí, desprotegido. Pero lo que le hiela el alma es lo que sucede después: la figura de una sombra enmascarada se materializa de la oscuridad. Los ojos amarillos de la sombra brillan con intensidad un sentimiento de miedo le aprieta el pecho, la escena ya no es onírica es de pesadilla y mas aún cuando los ojos amarillos de la sombra se clavan en los suyos como si de un latigazo se tratase, haciendo que Genaro salga despavorido a través del monte, mas tarde, lo encuentran desmayado cerca de La Galera, con la mente rota.
De regreso a casa, Genaro sentía que había visto algo que no podía entender, pero no sabía cómo enfrentar. Vielka ya no era la misma. Había algo en sus ojos, una oscuridad que se extendía más allá de lo físico, algo que no podía explicar. Con el paso del tiempo, comenzó a espiarla, con miedo, pero también con la esperanza de encontrar respuestas que nunca llegaron.
Una noche lluviosa. El viento azota fuerte, los rayos alumbran, vigorosos, en la oscuridad, la lluvia se estrella contra los techos y el suelo. Genaro camina, en lágrimas, como loco por la calle desierta hasta el único teléfono público del pueblo. La luz titilante de la cabina telefónica parecía el último vestigio de cordura en un mar de dudas. Con manos temblorosas, marcó el número de Herminia. A la distancia, su voz sonaba rota, como si ya hubiera perdido completamente la cordura. Le contó sobre lo que había visto, sobre lo que sentía. "Algo malévolo habita dentro de ella, Herminia. Vi lo que hizo, vi cómo la entregaba a esa sombra enmascarada. Sus ojos… sus ojos ya no son los mismos." Herminia no le contestó inmediatamente, el silencio del otro lado de la línea se ahogaba. Pero cuando finalmente lo hizo, su tono era tan helado como el viento que susurraba fuera de la cabina: "Tienes que hacer algo, Genaro.
Él decide envenenarla.
La noche siguiente, luego de tomarse unos tragos en la cantina del lugar, cosa que nunca hacía, se siente observado, así que decide regresar a casa, ya lo había preparado todo, la sustancia venenosa proveniente de la fruta de manzanilla en la chicha de tamarindo que tomaban todas las noches, el plan estaba armado. Vielka, estaba a punto de beber el veneno, la solución que Genaro había considerado. Pero, en el último instante, la confusión y el miedo se apoderaron de él. ¿Qué era lo que realmente temía? sus palabras estallaron en la sala, como si buscara que las notas de su voz llegara más allá de lo real, de lo tangible, sus gritos llenaron el aire, hasta que, de pronto, ve que alguien observa desde la ventana. Griselda. La nieta de la anciana que regentaba la tienda del pueblo, quien lo había seguido movida por una curiosidad insostenible, estaba ahí, en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Observaba en silencio a través de la ventana, su respiración tensa, hasta que al ver que ha sido descubierta, en su afán de huir de la escena, resbaló. El cráneo de Griselda golpeó con violencia una de las piedras filosas del patio y cayó inerte.
Vielka, como poseída por una fuerza sobrenatural, salió disparada hacia la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció en la selva, como si nunca hubiese estado allí.
Genaro, abrumado por la magnitud de lo sucedido, arrastra el cuerpo sin vida de Griselda sobre la descompuesta carretilla, y recorre el camino oscuro hasta donde tiene su piragua. La oscuridad del pueblo lo envuelve, pero lo que más le helaba era el peso de sus propios pensamientos. ¿Qué estaba haciendo?
Magdaleno, el vagabundo del pueblo, despierta a medio sueño, gracias al ruido molesto que causa la pieza de metal desprendida. Desde su rincón, ve la silueta de un hombre y el brazo muerto de una mujer sobresaliendo de la carretilla. No entendía si lo que veía era real o si estaba atrapado en un sueño bizarro.
Genaro traslada el cadáver a la lancha, con la esperanza de que el agua lleve su secreto al fondo del río. Sin motor, solo el suave roce de los remos contra el agua, llega a un punto apartado, donde la oscuridad parece más espesa, más densa. Allí, cava rápidamente un hoyo en la tierra húmeda y entierra a Griselda, como si pudiera enterrar también su propia culpa.
En la oscuridad en medio de la selva, Vielka, escucha a la distancia gente que anda cerca, son un grupo de migrantes, Vielka se detiene, pero repentinamente frente a ella, le aparece un hombre armado de los que guían al grupo, quién la agarra y forcejean, pero como si la selva misma la protegiese, de la penumbra, casi mística, emerge un tigre, destrozando el brazo del hombre. En la confusión y el terror, Vielka corre y se sumerge en la profunda oscuridad, y desaparece, nuevamente, como si nunca hubiera estado allí. Genaro, que ya había enterrado el cadaver de Griselda, observa la escena a la distancia, paralizado, tan abrumado por lo que ve, tan impactado, que no puede moverse, como si sus pies hubiesen echado raíces y fuera otro mas de los frondosos árboles del paisaje. ¡Vaya pesadilla!.
Mucho antes que el sol se pierda en el horizonte, Genaro y Herminia regresan a La Galera, entrando por el norte del pueblo. Sin intercambiar palabra, cada uno toma su camino hacia casa.
Poco después, una duda imprevista se apodera de Genaro. Impulsado por una necesidad urgente, corre a lo largo de la orilla del río, como si lo que fuera a descubrir allí dependiera de su vida. Al llegar al lugar donde enterró a la mujer, se detiene abruptamente. Un miedo indescriptible recorre su cuerpo, un terror tan profundo que parece salir a través de sus ojos.
CAPÍTULO V
UN LUGAR PELIGROSO
En La Galera, los pájaros cantan como si lanzaran salomas de gratitud al aire, agradecidos por el majestuoso paisaje que los rodea. El sol, en su despedida, tiñe el horizonte de naranja, manchando el cielo azul mientras la espesa selva se mantiene en silencio, siendo testigo de todo. El pueblo pone fin al bullicio de su jornada laboral, y los niños juegan por las calles, llenando el aire de carcajadas y risas por las travesuras que hacen. El río, ahora calmo, parece esperar que la oscuridad lo envuelva, cubriéndolo como un manto.
Genaro y Herminia llegan a La Galera por la parte norte del pueblo, caminando en silencio. Al llegar a la intersección de la calle, Herminia, con una suave palmadita en la espalda, se despide de Genaro, quien solo continúa su camino hacia su casa. Herminia lo observa alejarse con una mirada de compasión, pero sin decir nada.
En su casa, la señora María cocina mientras escucha música. Herminia, al llegar, le cuenta sobre la conversación que tuvo con Lucío Herrera. El curandero, le ha informado que el estado de Genaro ha empeorado, y que su deterioro mental ha avanzado de forma alarmante, creando una distorsión de la realidad que afecta por completo su mente.
Desde su niñez, Genaro ha cargado con la culpa de no haber podido salvar a Vielka, quien trágicamente falleció al caer al charco y golpearse la cabeza contra una piedra oculta bajo la superficie. Él ha asociado su pérdida con algo diabólico, convencido de que rompió la promesa de protegerla. A pesar de haberse lanzado tras ella, no logró alcanzarla, y en el intento, sufrió una cicatriz en el labio superior al caer. Esta culpa se ha transformado en un conflicto interno que, con el tiempo, ha llevado a un estado de demencia y distorsión de la realidad en su mente.
La señora María, que ha cuidado de Genaro desde la muerte de la señora Benita, siente una profunda pena al enterarse de que no hay nada mas que se pueda hacer para tratar su estado mental. Ella lo quiere como a un hijo, y Herminia como a un hermano, pero la tristeza las embarga al ver que la enfermedad de Genaro es irreversible.
Genaro sentado en la silla del portal de su casa ve como la niña de sus pesadillas esta vez le sonríe, por primera vez. Al acercarnos lentamente al rostro de Genaro, vemos que la angustia que lo contorsionaba comienza a desvanecerse, en su lugar, emerge una sonrisa que se estira lentamente, casi imperceptiblemente, aunque lo que ello signifique es incierto.
A medida que nos alejamos, observamos cómo los niños, en sus travesuras, han colocado un letrero frente a la casa de Genaro, pegado a un árbol, con la inscripción: 'El loco'.
Aún en medio de la espesa selva y los tantos peligros que esta esconde, muchas veces, la mente puede ser el lugar más peligroso en el que puedes estar.
Fin
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